divendres, de setembre 25, 2009

Gobernar es también improvisar, pero no sólo eso

Zapatero dijo hace unos días que gobernar también significa improvisar. Y no le falta razón al presdiente del Gobierno si su afirmación se toma en su exacta literalidad. El problema, como es fácilmente deducible, radica en el adverbio de la frase.

Si el Gobierno fuera a piño fijo, sin capacidad de reacción ni flexibilidad de ninguna dase, ahora le estaríamos criticando por ello. Somos así, aunque también hay que decir que a los gobernantes les entra en el sueldo encajar críticas cuando hacen porque hacen y cuando no hacen, porque no hacen.

Ahora bien, una cosa es que un gobierno también deba improvisar y otra que la improvisación sea su única fórmula de funcionamiento. Cosa que, con cierta justicia en la afirmación, ocurre en el caso de Zapatero y su Ejecutivo.

No es que las medidas no sean necesarias u oportunas. Es más, algunas son de auténtico cajón: si ha habido dinero a espuertas para rescatar a una banca irresponsable, el salvavidas debía llegar a los parados sin subsidio o a las cuotas hipotecarias con problemas. La cuestión es que dichas medidas parecen responder a un guión atropellado y confuso, y eso en el supuesto de que respondan a algún tipo de guión.

Puede que no sea así, pero la impresión que se traslada es precisamente esa. A ello contribuyen las frecuentes contradicciones y desmentidos mutuos de los miembros del Gobierno y de los dirigentes del PSOE. Por no hablar de una retórica neoizquierdista que a veces parece más bien una versión adolescente de la leyenda de Robin Hood.

Lo mejor que se puede decir de este fregado es que, al menos, resulta plenamente coherente con la forma en qué Zapatero ha llevado la crisis desde el primer momento. Mal acaba lo que mal comienza y el presidente del Gobierno inició su gestión de la crisis pasándose meses negando la evidencia. No debería sorprendernos, por tanto, que a parte de ir retrasados no tengamos el camino lo que se dice muy claro.

dimecres, de setembre 16, 2009

Por qué el independentismo se abre camino

El resultado abrumador en pro de la independencia en el “referéndum” celebrado en Arenys de Munt no es indicativo al 100% de las tendencias de fondo de la sociedad catalana. Pero demuestra que las aguas otrora tranquilas comienzan a moverse. ¿Es el principio del fin, o al menos el fin del principio? Puede que no, pero una Catalunya independiente ya no parece algo tan disparatado o imposible. Y hay razones que lo explican.

Hace apenas 20 años, los estudios de opinión más serios cifraban en un 10% (un 15% siendo generosos) el apoyo de los catalanes a la independencia. Hoy, las encuestas sitúan dicha cifra en un promedio del 35%, con momentos puntuales en que el “sí” de marras se dispara al 50%. Otra cosa es el resultado que se produciría en un eventual referéndum, que no tendría por qué coincidir con estos números. Pero incluso así resulta muy interesante analizar la nueva composición sociológica del “sí”.

La opción por la independencia ha dejado de ser cosa de adolescentes radicales, que se atemperan cuando tienen que ponerse a trabajar o contratan la primera hipoteca, para pasar a ser una opción transversal por lo que respecta a la edad. Es más, una parte significativa de las generaciones que descienden de la inmigración de los años cincuenta y sesenta se muestra abierta y desacomplejadamente independentista. Y no se trata de una cuestión de plena integración, llevada a sus últimas consecuencias, como veremos más adelante.

Lo de la nueva inmigración incorporada a la causa independentista no pasa de ser, por el momento, una foto orquestada por algunos partidos. A veces, no llega ni a eso, ya que la foto surge por obra y gracia de militantes más o menos significados a los que se deja hacer, sin auténtica convicción, por un difusa idea de lo importantes que son algunas estampas para resultar políticamente correcto. Además, sumar apoyos entre quienes, si no cambian mucho las cosas, no podrían votar, es un gesto más bien inútil.

Sin embargo, no son algunos gestos aislados o referendos los que sustentan la creciente tendencia independentista en Catalunya. Ni siquiera los sentimientos y emociones que se atribuyen genéricamente a las opciones nacionalistas. No. En realidad, quienes apuntan que estamos ante un independentismo de cartera, antes que de corazón, aciertan en el planteamiento con una clarividencia excepcional.

Eso que ahora damos en llamar desafección no es más que una sensación de hartazgo y de convicción de que los males de Catalunya no tienen remedio dentro de España. Que eso del encaje se ha intentado ya demasiadas veces sin que se le encuentre solución al tema. Y que la solidaridad pasó a ser, hace tiempo y números en mano, algo que tal vez no sea expolio fiscal, pero que se le parece mucho. En definitiva, que España es un pésimo negocio.

Puede que dicha convicción no dé para un 51% en un referéndum de autodeterminación. Entre otras razones, porque una parte de las personas que piensan que España es un mal negocio para Catalunya probablemente no darían su apoyo a la independencia llegada la hora de la verdad. Es muy fácil pronunciarse sobre algo cuando no nos estamos comprometiendo a nada. No obstante, quienes todavía creen que Catalunya tiene sitio en España deberían comenzar a preguntarse si no están ante una de sus últimas oportunidades.

dissabte, de setembre 05, 2009

¿Qué hacemos exactamente en Afganistán?

Periódicos incidentes bélicos nos recuerdan de tanto en tanto que el mundo occidental sigue inmerso en Afganistán en una guerra más difusa y misteriosa incluso que la de Iraq. Y es legítimo preguntarse qué estamos haciendo exactamente por esos andurriales y con qué fin último. ¿Restablecer la democracia? Claro, claro, pero si ese es el caso resulta imprescindible formular algunas reflexiones.

Digamos de entrada, para que quede claro, que no estamos en contra de esparcir por el mundo la democracia y sus múltiples virtudes. Todo lo contrario. Si lo racionalizamos bien, ni siquiera estamos en contra de imponerla a cañonazos, incluso a quien no la quiere. Pero en ese caso hay que hacerse dos preguntas, de esas que merecen con justicia el adjetivo de molestas. A saber: ¿Qué democracia estamos esparciendo? ¿Y por qué no la esparcimos, de grado o por fuerza, a las muchas dictaduras que quedan exentas de tan nobles propósitos, probablemente porque nos sale más a cuenta tenerlas como amigas?

La segunda pregunta se contesta a sí misma. La primera requiere posiblemente algunas palabras más, pero no demasiadas. ¿Qué democracia es esa en la que hay ganador fijo, ocurra lo que ocurra en las urnas? Ah claro, es que es nuestro hombre en Kabul, cómo no habíamos caído en ese detalle.

Y llegados a este punto, si en Afganistán los cañonazos no son para asegurar la libertad más que de boquilla, cabe hacer la pregunta del primer párrafo. ¿Qué hacemos exactamente por esos andurriales? Se nos ocurren dos pretextos, más que argumentos. Estamos luchando contra el terrorismo y/o estamos haciendo que los afganos vivan mejor. Ambas cuestiones merecen también un breve comentario.

Lamentamos decir que lo de la lucha contra el terrorismo se parece cada día más a la tomadura de pelo de las armas de destrucción masiva de Iraq. Somos conscientes de la dificultad de luchar contra enemigos tan huidizos y en su propio terreno. En otra ocasión, escribimos que el problema de lanzar a la fuera militar tradicional contra dicho tipo de enemigo entrañaba problemas de calado. Repetimos la pregunta que hicimos aquella vez: ¿Dónde están los portaaviones o las divisiones blindadas de Bin Laden?

Pero una vez aclarado esto, es razonable preguntarse si estamos realmente interesados en acabar con el problema o si nos conviene más bien que el problema se eternice, porque ello nos da excusa para continuar por allí. Luego explicaremos por qué.

Por lo que respecta a mejorar la vida de la población afgana, pues qué quieren que les digamos. El parte diario de guerra no es muy diferente al de Bagdad, aunque en realidad no sabemos con precisión lo que ocurre realmente. En el caso afgano, hasta la geografía ayuda al disímulo. Puede que el mundo occidenal creyera que las cosas habían cambiado porque en los primeros días de la “liberación” los hombres se afeitaron la barba obligatoria bajo los talibanes, o porque unas pocas mujeres se atrevieron a despojarse de la burka. Pero a la vista de los acontecimientos, esa eventual creencia ha resultado ser notoriamente ilusa.

Afganistán ha vuelto a lo que ha sido siempre: un territorio perdido en mitad de la nada, en el que no impera ningún tipo de orden o ley, al menos equiparable a lo que entendemos por tal en el mundo occidental. Se dieron cuenta en su momento los británicos que subían desde la India, lo comprobó hace 25 años la Unión Soviética y, en general, lo han sufrido en carne propia todos cuantos han querido meterse en semejante avispero. No lo decimos por ese progresismo mal entendido que a veces nos hace “comprender” situaciones bastante anómalas para el simple sentido común, pero que justificamos por lo de respetar las culturas ajenas. No. Simplemente, es que o mucho nos equivocamos o es que Afganistán es así y no lo vamos a cambiar ni a las buenas ni a las malas.

¿Qué queda entonces, si estamos sembrando una democracia sui géneris, la lucha contra el terrorismo es un pretexto y no mejoramos la vida de los afganos? Pues algo tan sencillo como que esa situación geográfica en medio de la nada ha pasado a ser estratégica para llevar los recursos energéticos del Asia Central a los puertos de mar más próximos. Al menos a los puertos de mar controlados por el mundo occidental, de forma directa o a través de dictaduras amigas. Dicho de otra forma, lo que hacemos en Afganistán es, lisa y llanamente, asegurar una ruta comercial.

Y cuando se concluye esto, no queda sino calificar la aventura militar de guerra colonial pura y dura. De una mera ocupación para conseguir recursos naturales. Eso sí, en pleno siglo XXI y transmitida, a ratos, por la CNN o Al-Jazeera.