dilluns, de maig 03, 2010

Pues sí, el Estado puede quebrar

Por si el caso de Islandia no había sido suficiente aviso, la grave situación por la que atraviesa Grecia nos confirma que, en contra de un axioma que parecía sagrado, el Estado sí puede quebrar. Podemos consolarnos pensando que eso sólo ocurre en dictaduras bananeras o en países de chiste. Pero está ocurriendo en Europa. En la cuna de la civilización occidental, por más señas.

Naturalmente, los antecedentes históricos remotos son lo de menos. Lo realmente significativo es que nadie vive de glorias pasadas y, quien más, quien menos, debe encarar presentes poco agradables y futuros más bien inciertos. Lo de Grecia, en última instancia, demuestra la debilidad de los sistemas políticos y económicos que el mundo occidental intenta exportar, a cañonazos en algunos casos, al resto del mundo.

Puede que no quepa calificar como quiebra la situación de Grecia. Pero en ese caso, es de plena aplicación el concepto de quiebra técnica. Ya saben, aquella situación equivalente a la quiebra, tal como se entiende normativamente al menos en los sitios serios, pero que no se materializa porque nadie la ha instado. Es ni más ni menos que lo que le ocurre al Estado griego, que simplemente no puede hacer frente a sus obligaciones financieras.

Todos los estados desarrollados han echado mano del recurso al endeudamiento para hacer frente a la crisis (unos más que otros, también hay que decirlo). No han encontrado otro recurso a la caída de ingresos fiscales y al incremento de los gastos sociales, uno y otro fenómenos provocados simultáneamente por la misma crisis.

Pero hay un problema añadido, fruto de cómo funciona el sistema. Cuanto más endeudado está un Estado, pueden alimentarse dudas sobre su capacidad para devolver lo que debe. En el mejor de los casos, significa que tiene que retribuir mejor esa deuda para que no pierda atractivo. Y como nos pasaría a cualquiera de nosotros, aunque creyéramos que al Estado no, cuando se estira el brazo más que la manga, uno puede verse abocado a no poder cumplir con los plazos de lo que debe.

También hay que decir que esto es una descripción teórica, por muy ajustada que esté a la realidad. Sin embargo, la verdad es algo más amplia. Algunos gobiernos pueden acabar en la bancarrota porque sobre la debilidad de sus finanzas planean una serie de grandes especuladores, dispuestos sacar tajada de la desgracia ajena. Hay que preguntarse si esa sensación de pánico que se percibe en los mercados no está alimentada precisamente por quienes más tienen que ganar gracias al miedo. 

Ya saben cómo funcionamos a veces: basta la simple posibilidad de que pase algo para que actuemos de principio a fin como si estuviera ocurriendo, aunque al final no acabe ocurriendo nada. Los mercados petrolíferos se ven afectados frecuentemente por circunstancias de este tipo. Una ligera crisis diplomática en Oriente Medio nos hace creer que el subministro de crudo podría reducirse. El precio, entonces, se encarece por aquello tan viejo de la oferta y la demanda. Después resulta que el petróleo fluye a los mismos raudales, pero el precio se mantiene alto por lo que pudiera pasar (que no pasa). Valdría la pena bajar la demanda ante uno de esos episodios, sólo para ver qué ocurre: es posible que no hubiera crisis diplomáticas o que estas duraran menos de cinco minutos.

Pero de la misma forma que estamos cautivos de nuestras necesidades energéticas, ¿cómo podríamos los simples mortales darle una buena sacudida a los mercados de deuda pública? Simplemente no podemos. Pueden, tal vez, esos bancos que reciben dinero del Estado, a título de salvar la debacle, y se lo vuelven a prestar a un interés superior. Es una de esas cosas que nos plantea si no saldría más a cuenta que los bancos fueran directamente propiedad del Estado. Como ocurre por cierto en países serios y de poco dudoso capitalismo, como Francia, Alemania o el Reino Unido.

Nos quedan otras dudas, claro. Por ejemplo, para quien trabajan realmente las llamadas agencias de calificación. Porque cuando menos nos resulta exhuberante que trabajen, como es el caso, para los gobiernos a los que están ayudando a hundir.